Mamá, ¿Cómo puede sostenerse esa mujer con la columna rota?

En una de las charlas más emotivas que he dado sobre Frida (porque era en mi barrio y porque en primera fila estaba mi madre), una niña de 9 años nos sorprendió a todos. Cuando yo preguntaba a la audiencia “¿Qué veis en este cuadro?”, todos los adultos callaban y miraban al suelo, mientras la pequeña se removía en su silla, levantaba la mano ansiosa y me ofrecía un análisis tan detallado y minucioso que no pude hacer otra cosa que aplaudir.

Al acabar, de camino a casa, oí que mi madre le comentaba a una vecina, pensando que yo no la estaba oyendo: “mi hija, de pequeña, era como esa niña: curiosa. Con decirte que tardaba una hora en llegar de la escuela que está a 5 minutos de casa…porque se entretenía mirando los escaparates, los árboles, los pájaros… ¿qué se yo?… cualquier cosa”.

Esta anécdota, me hizo pensar que debe ser cierto eso que dicen que de niños tenemos una capacidad de mirar, más allá del limitante verbo ‘ver’, que perdemos a medida que transitamos hacia la edad adulta. Esta carencia trasladada a lo colectivo también nos ha hecho perder la capacidad de ver más allá de lo literal, incapaces de entender los símbolos, los mitos y, en definitiva, la magia que se esconde tras las imágines del arte. Como dice el poeta, también mexicano, Raúl Aceves “somos analfabetos del lenguaje simbólico”, ese que nos permite ‘entender’ sin necesidad de ‘ser explicado’ porque conecta con nuestra esencia de forma más profunda que con las palabras.

En un entorno digital donde se consolida una visión rápida, interrumpida, fragmentada y encadenada propiciada por el gesto compulsivo de scrollear, y que está condicionando nuestra forma de de mirar (y de pensar!!), no hay espacio para la contemplación pausada. En japonés, existe una palabra que sirve para definir la contemplación extática (de éxtasis): «satori» (悟り). En el contexto del budismo zen se refiere a un momento de iluminación o comprensión profunda, descrito como un estado de presencia total.

Cuando yo tenía la edad de la niña de la charla, vi por primera vez un cuadro de Frida Khalo y, sin ser consciente de ello, tuve uno de esos momentos ‘satori’. No recuerdo dónde lo vi ni cuándo fue, pero sí recuerdo lo que me provocó, lo que sentí. No podía dejar de mirar a esa mujer de cabellos oscuros y mirada desafiante, con lágrimas por todo su rostro y clavos por todo su cuerpo, que nos permitía ver como en una sección de anatomía una columna rota (una columna jónica ¿?) sostenida por un corsé blanco, en un fondo yermo y solitario.

El título del cuadro, como ya habrás adivinado, era “La columna rota”. Y recuerdo que le pregunté a mi madre (o quizás sólo pensé, sin llegar a pronunciar en voz alta, esa duda que no me dejaba ni pestañear): “Mamá, ¿Cómo puede sostenerse esa mujer con la columna rota?”. ¡Quería comprender … y comprendí!

Ese momento fue seguramente la semilla que décadas después germinó en mí, cuando me propusieron impartir mi primera charla sobre Frida Khalo para una asociación de mujeres de mi ciudad. Había perdido la voz durante meses y quería recuperarla (aunque eso es una historia que deberá ser contada en otra ocasión…) Por eso, sin pensarlo mucho, di el salto al vacío para encontrarme cara a cara con aquella niña curiosa que fui y que nunca se cansaba de mirar.

Desde entonces, he impartido charlas sobre la pintora mexicana, mi Friducha, en bibliotecas, centros cívicos, asociaciones de mujeres y ateneos. Durante todo este tiempo, muchas mujeres me han contado sus momentos de éxtasis contemplativo motivados por su obra y he visto cómo se les iluminaba la mirada al contarme su personal conexión con su vida. Con el convencimiento de que todas somos un poco Fridas, te invito a formar parte de esta comunidad de fridamaníacas! ¿Me acompañas?

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